Aunque el paisaje quiere levantar el ánimo de la gente, los dolores de las heridas causadas en el imaginario colectivo valenciano del 29 de octubre de 2024, sigue permaneciendo como un eco duro y refulgente que acosa con el recuerdo las pesadillas de aquellos días de gran dolor.
Sí. Es el dolor de las gentes, pero sobre todo es el dolor de un pueblo al que le gusta refulgir de sus cenizas como gentes que somos del mediterráneo y que vivimos la fiesta con música, fuego y Proyecto, así con mayúscula. Nada se convierte en irreversible salvo la muerte. Pero nos queda la identidad que nos da refugio y horizonte, atenazados incluso por la angustia, nos sirve de vacuna para inocularnos la desazón. La riada del 57, la pantanà de Tous, tantas danas o gotas frías (de nombre más poético) si no fuera por sus virulentas consecuencias, han orlado nuestras vidas, aunque dicen, siempre llegaba el 9 d’octubre y las fallas, y las hogueras y los moros y critianos, y la música. Pero no sé, este año es que no salimos del pastizal.
Dicen los psicólogos, tan dados siempre a las simplificaciones, que un trauma colectivo está asociado a un trauma postraumático que tantas veces hemos visto o bien en nuestro entorno o bien en la amplia filmografía que existe en la historia del cine. Pero se supera por efecto de la memoria, en este caso la memoria colectiva, va rizando el cabello del espanto y la distancia, física y temporal, nos aparta del cráter de la erupción, del seísmo, de la cercanía que es lo que más daño nos hace.
Pero la conciencia del mal es lo significante, de lo que partimos, o dicho de otra manera lo que más potente permanece.
Solo nos falta identificar un culpable. O varios culpables. Para deshacer los hilos que atan la mesura y desprendernos de cualquier tipo de mescolanza de comprensión sobre el culpable.
En cada caos surgido de una catástrofe natural hay elementos que exoneran a los culpables, tal vez porque no lo sean, tal vez porque fuera imposible preverla y avisar a tiempo. Lo que no se perdona es la “Negligencia moral o responsabilidad moral”: porque sabía lo que debía hacer y no actuó. Ahí es cuando la indignación se acrecienta y el caudal de desasosiego se alarga en todos o casi todos los vericuetos de la sociedad.
Cuando algo como lo de la Dana de octubre de 2024 ocurre, la rabia nace como un remedio ante la inconsistencia de las excusas, la estupidez de los responsables, que por no cuidarse no se cuidaron a sí mismos, seguramente para complacer al jefe que no quería ser molestado bajo ningún concepto.
Pero eso es entrar en los recodos de lo que pasó y no somos más que escribientes que deducimos para solventar incógnitas. Solo el tiempo, dicen, resolverá los enigmas, aunque yo no me lo crea.
Solo sé que alguien sabía que las nubes traían algo más que lluvia. Los instrumentos, los satélites, la experiencia acumulada en años de observación le advertían de un riesgo inminente. Sin embargo, eligió callar. No fue un error técnico, ni un descuido burocrático: fue el peso de la duda, del cálculo político o del miedo al descrédito lo que lo empujó a la inacción. Ese silencio culpable, esa culpa por omisión, terminó por convertirse en un eco que aún resuena entre los escombros.
Cuando la riada arrasó las calles y el agua se llevó lo que la vida había construido durante décadas, muchos se preguntaron cómo nadie había dado la voz de alarma. Y la respuesta, tan sencilla como insoportable, se resumía en una sola palabra: negligencia moral. Porque hay momentos en que no actuar equivale a destruir; en que el silencio pesa más que cualquier mentira, y en que la responsabilidad —esa forma suprema de humanidad— se mide por la capacidad de anticipar el dolor ajeno.
De la música y otros consuelos
El 9 d’octubre siempre ha sido una fiesta capitalina. Se conmemora la llegada de las tropas de Jaume I a la ciudad de Valencia, Balansiya, para los musulmanes del siglo XIII (1238) y se ha conmemorada históricamente de puertas hacia dentro. Más tarde el influjo de la capital se extendió en música, fiestas y cultura, y todo se armonizó sobre todo al recuperar los privilegios arrebatados por Felipe V.
Una ciudad de fiesta, de música, de alegría que todos los años, más institucional que popular, se recuerda al rey Jaume y su conquista.
Se acompaña de los ingredientes que toda fiesta valenciana posee, pero también de música.
Aunque este año sea una fiesta traumatizada.